La foto del virus

I

Todas las imágenes que hemos visto del Coronavirus son ilustraciones digitales. En televisión, prensa y redes sociales hay imágenes del COVID-19, e incluso lo hemos dibujado sobre las manos de los niños para recordarles que deben lavárselas a menudo. Todas esas imágenes son dibujos. Yo quería ver una foto del Coronavirus para no ver la representación que hace un dibujante, sino la luz que emana del propio virus y que se graba en la cámara fotográfica. A lo mejor ingenuamente, había pensado que, si veía una foto en vez de una ilustración digital, entonces podría comprender mejor qué era el virus y qué era lo que nos estaba pasando a todos con su aparición.

Encontré en la página web de la Organización Mundial de la Salud una microfotografía del virus. Se ven algunas manchas negras y blancas; formas informes, no geométricas, pero más o menos circulares, o sea, en absoluto circulares. No son manchas nítidas, con bordes claramente definidos como una mancha de salsa de tomate sobre una camisa, sino manchas con auras o estelas. Más o menos así vemos los miopes los objetos a cierta distancia: como manchas, cosas sin bordes o cuyos bordes se extienden indefinidamente, pero hasta encontrar el borde de otra cosa que se extiende indefinidamente en la dirección contraria. Hay una intersección entre ambos bordes donde ambas cosas son una sola. Una se impregna de la otra, como la célula se impregna del virus.

La foto está en blanco y negro. ¿Será porque ese mundo es en blanco y negro, como se ve en la foto, o porque para percibir el color a esa escala tendríamos que reducirnos nosotros al tamaño del virus? La idea de que hay otros mundos afuera, más allá del cielo azul, es tan vieja como la idea de que hay otros mundos adentro. Y la puerta que comunica todos los mundos, la luz, no la entienden mejor hoy los físicos que lo que la entendían los filósofos hace 2500 años. El misterio del Coronavirus es el misterio de la luz.

II

En las conversaciones que tenemos con otras personas nos referimos a la cuarentena como “esta época” o también “estos tiempos”: “en estos tiempos del Coronavirus ya nada se sabe”, decimos. No han pasado más de seis meses, pero percibimos la vida ralentizada. Bromeamos con que hoy es el 120 de marzo porque los últimos doscientos días nos han parecido casi un año. He escuchado la expresión: “¿antes o después del Coronavirus?” y me pregunto qué tan importante será para nosotros esa división en una década.

Hace unos días salí al balcón a respirar y ver los cerros orientales. Ahora que es mejor quedarse adentro prefiero el balcón porque es adentro pero también es afuera. El balcón es el ombligo de la casa. Desfigura la casa de los linderos y la escritura pública, la confunde con la casa del techo celeste y nos deja saber que también en esa vivimos. Desde mi balcón se ven los tejados de las casas de mi barrio y las copas de los árboles del parque que lo atraviesa. Pensé en los pájaros que oía cantar y no podía ver, pero seguramente estaban en los árboles. Imaginé que cantaban desde sus balcones y quise también cantar desde el mío, pero me avergonzó la idea de que pudieran escucharme los vecinos.

De repente, vi un pájaro balanceándose sobre la rama de un arbusto en el jardín del edificio donde vivo. Era negro o café oscuro, del tamaño de un puño que es también el tamaño del corazón humano, y de pico alargado y ligeramente curvo como el párpado humano cuando el ojo está abierto. Me gustaría saber qué especia era, pero no conozco las especies de los pájaros. Tras columpiarse en la rama unos segundos, el pájaro se tumbó hacia el suelo y cuando estuvo a punto de rozarlo volvió a volar hacia la misma rama. Repitió este movimiento varias veces y luego lo perdí de vista entre un árbol más grande. Tal vez el pájaro estaba practicando para tumbarse desde ese árbol varias veces para poder hacerlo luego desde uno más alto, para decirse a sí mismo algo. Para decirse lo que puede, de lo que es capaz.

III

En realidad, tampoco en la microfotografía del Coronavirus que aparece en la página de internet de la Organización Mundial de la Salud podemos verlo. Esa imagen es también una representación dado que la tecnología que se necesita para tomarla traduce información invisible para el ojo humano en unos y ceros que luego reinterpreta un software para que podamos verla. Podemos corregir la visión con lentes, pero no podemos ver el virus ni con el ojo ni con los aparatos que hemos construido para hacer ojos más pequeños que nos dejen ver lo diminuto en lo diminuto. No podemos verlo no porque no exista en el mundo exterior, sino porque su existencia es de otra índole. Por eso nos la acercamos con la abstracción que no puede mostrarnos la naturaleza del virus ni su atmósfera ni su ámbito.

Diminuto parece una palabra muy larga para lo que significa. Viene del latín minutus que significa pequeño o que ocupa poco espacio y también muy breve o que dura poco tiempo. Lo grande (grandis) significa en latín “de edad avanzada” y en su forma verbal significa crecer, o sea, aumentar el tamaño con el transcurso del tiempo. En los extremos de la magnitud, el tiempo y el espacio se nombran con las mismas palabras. El Coronavirus, que es diminuto, dilata la experiencia humana en el tiempo.

Tampoco podíamos ver el agujero negro que hace un año fue fotografiado por Katie Bouman y un equipo de científicos gracias a ocho telescopios y algoritmos que tradujeron la luz distante en una imagen que se correspondiera con nuestra idea del agujero negro. No podemos ver el agujero negro ni siquiera sólo porque en la foto sea ya una representación, un esquema, sino porque su naturaleza es precisamente la de no reflejar la luz; la de impregnarla dentro de sí con la negra nada.

Antes de encontrar la foto del Coronavirus me imaginé que podía ser similar a lo que hemos visto en Internet: una esfera y su corona de bocas, una sola boca elástica, voraz. Una boca que besa la célula y la enamora. Una esfera de ventosas que absorben la luz como agujeros negros y arrojan su tinta para confundir a la célula. Esperaba al alienígena, al extranjero, una vida de otro mundo. Tal vez amenazante en su sorpresa, pero intrigante. Tal vez inteligente y elocuente en su lengua. Esperé ver el zombi. Ni vivo ni muerto, ni humano ni no humano, el deseo sin voluntad, el movimiento sin agencia. En lugar de esas visiones estaba la mancha. Está en todas partes, pero no lo vemos. No; no está en todas partes, sino que puede que lo esté. Ante nuestra incapacidad de ver (nuestra ignorancia), nos lo figuramos en todas partes y nos doblegamos entonces ante su omnipresencia con lavados de manos, cambios de ropa y otros rituales. La sensación de su presencia (¿la fe?) nos desvela; nos revela la fragilidad de lo que considerábamos inquebrantable. Deshizo el tiempo y, por tanto, hizo otro tiempo.

IV

El último mes he salido a correr por el Parque Nacional con tapabocas. Arriba, en lo más alto de la montaña, siento que mi corazón bombea el agua del río Arzobispo, que circula por mi cuerpo y sigue su curso por otros, por todos los demás. Me quito el tapabocas y respiro. El aire huele a pino. Lleno mis pulmones hasta que no se inflan más, sostengo la respiración unos segundos, imagino mis pulmones como peces globo. Exhalo con fuerza. Repito el ejercicio varias veces y me pregunto si no es esto mismo que hacía ese pájaro que vi desde mi balcón, si no será esto mi tumbarme desde la rama del arbusto.

¿Qué es esto? Esta nueva experiencia de la muerte y de la vida. ¿Y hacia qué mundo nos va a volcar el fin de este mundo? Dependerá ya no del virus, mancha, borrador, blanco sobre blanco, sino de nuestra imaginación.