El mundo entero colgó la chaqueta en el perchero y se adentró en la casa a partir del mes de marzo. El alcohol se volvió mi nuevo perfume, lavarse las manos se sumó a mi listado de compulsiones y el tapabocas debutó en la plataforma de la moda como accesorio indispensable, que ya he visto adornar con telas de dibujos animados y hasta cristales.

Tres noches antes de que decretaran la cuarentena obligatoria me había aprovisionado de mercado para quince días, en los cuales me alimentaba más de noticias angustiantes que de arepa de queso, huevos o carne. Estar en cuarentena viviendo sola en un apartamento pequeño contribuía a mi ansiedad, amplificada por rumores de noticias en redes sociales. El mundo otro, el de afuera, no se podía tocar ni rozar sin temor al contagio. Una razón adicional atormentaba mis pensamientos: ¿y si mi familia se enferma en aquel pueblo lejano donde el hospital parece un improvisado puesto de salud? Recordé la vez que se necesitó una sutura y no había hilo para coser.

Cuando las provisiones se vieron agotadas me preparé para ir a hacer mi primera compra de víveres y primera salida al mundo en el que el aire que nadie ve es sospechoso, como un fantasma demoníaco del que se percibe la presencia maligna por las noches sin luna.

La planeación de la salida de la cárcel hogareña debía contar con todos los permisos de seguridad de este centro penitenciario: ir hacia el lugar caminando para no tener que usar transporte público -porque público también es el virus-, llevar bolsa reutilizable para disponer los artículos a comprar y evitar tocar los canastos de la tienda, meter en la mochila el tarro de gel antibacterial, salir sin celular para no tener que higienizar al regresar, disponer de una zona de cambio de ropa y desinfección para el momento de volver a casa yRojo clásico, por supuesto, asegurarse de llevar sobre mi nariz ancha un buen tapabocas. En ese momento pensé que quienes tenemos fosas nasales amplias de seguro debemos respirar más aire y, por ende, tener mayor probabilidad de contagio. Qué mala suerte no tener el perfil griego en esta vida.

Salí del útero que durante ese tiempo había sido el apartamento, como quien se desprende por primera vez de su madre con el temor de todo lo nuevo. La calle no se sentía como la libertad. Esquivé todas las personas que pudieran transitar cerca de mi camino y llegué al súper mercado después de 15 minutos. Madre mía, me dije al ver el calibre de la primera fila que hacía con personas tan separadas la una de la otra.
Al llegar mi turno de entrar, el vigilante me disparó en la muñeca con su pistola para medir la temperatura, que marca en 35, 2. Mijo, pienso para mis adentros, a mí lo que me preocupa no es la fiebre sino la posibilidad de hipotermia que es latente en algunos costeños que, como yo, vivimos en una Bogotá que es realmente una nevera, y nosotros el pollo frito del congelador. Tomo un suspiro con mi nariz de patacón pisao’ y me digo a mis adentros que simplemente debo comprar todo rápido y salir pronto de allí.
Inicio mi recorrido por la zona de lácteos y escucho un vallenato, pero ¡oye!, no cualquiera: uno de esos viejitos que no son populares entre los cachacos. Mejor dicho, un vallenato adulto, de los que escuchan mis padres y tíos y que no son comerciales por esta orilla. Luego escojo salchichas, panes y harina pan y suena otra de esas canciones de mi tierra que, aunque de mi generación, lo interpreta un cantante tan popular que sólo lo conocemos en las fronteras de La Guajira. Mi ritmo de compra se ralentiza, en mi mente canto y bailo y agradezco a quien escogió esa lista de reproducción para que yo pudiera hacer mercado. Mi gozo está en esos acertados detalles.
Al llegar a las verduras ya no me preocupa su desinfección, y danzo a la vida como mis antepasados guajiros, los Wayuu, como tributo en agradecimiento por la fiesta de que este súper mercado sea una sucursal de la madre tierra que pone a mi disposición manzanas, espinaca, tomates, plátanos y cebollas. El ardor del sol bombea en mi corazón y ya no tengo frío. Espero que al salir no me apunten nuevamente con el arma del nivel térmico porque confundirán con fiebre el fuego que cubre la cáscara de mi piel.

Vivir fuera del obligo, de la casa materna, puede ser, en principio, desubicante. Estar desubicado es, en cualquier caso, estar perdido. Sin embargo, yo he encontrado un pedazo de mi raíz, de mi origen, en el sonido de la tienda del alimento y de eso me nutro mientras recorro un territorio que no es mío, pero suena como si me perteneciera. Ahora sé que detrás de aquel lugar está el oriente y orientada me siento al caminar.
He perdido el miedo a la gente, a la vida, y he aumentado la frecuencia de retorno al establecimiento. Una vez por semana yo ingreso a recoger el fruto de las fecundaciones entre la lluvia y el suelo: la vida que me sustenta.
Los bares y discotecas siguen cerrados pero yo bailo con el sol en el súper mercado de mi barrio.